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El Mediterráneo en vísperas de la primera cruzada


Poco antes de la primera cruzada, la cuenca mediterránea estaba dividida entre varios poderes.

En Oriente, el poderoso califato fatimí, dirigido por una dinastía chiita, dominaba Egipto, aunque se enfrentaba desde hacía medio siglo a numerosas rebeliones y había perdido el control de Magreb y de una parte de Siria. Por su riqueza e importante flota, se trataba de uno de los actores mayores de este periodo.

 Los califas abasíes de confesión suní, instalados en Bagdad, controlaban teóricamente todo Oriente Próximo. Pero, en realidad, esta zona pasó a ser dominada por los turcos selyúcidas, originarios de Asia central. Poco antes de la primera cruzada, estos últimos tomaron la ciudad de Jerusalén a los fatimíes y se instalaron progresivamente en Anatolia, tras la victoria de Manzikert contra el Imperio bizantino.

En ese momento, Siria era un mosaico de pueblos y de religiones y estaba dividida en varios emiratos y sultanatos como los de Antioquía, de Alepo, de Damas y de Trípoli. Estos emiratos y sultanatos eran prácticamente independientes; además, estaban generalmente controlados por señores turcos recientemente islamizados, y frecuentemente en guerra unos contra otros.

El Imperio bizantino seguía siendo poderoso, pero estaba amenazado desde su derrota en Manzikert. Las llamadas de ayuda del imperio, al papa de Roma, juegan un papel en el nacimiento de la idea de cruzada en Occidente.

El imperio se encontraba fragilizado, sobre todo porque debía luchar en varios frentes. A partir de los años 1030, señores normandos se impusieron en el sur de la península italiana en detrimento de los bizantinos.

Luego, los normandos conquistaron la Sicilia islámica y erigieron un reino feudal poderoso, al cruce de las culturas griegas, latinas e islámicas.

En Italia, también algunas ciudades-Estado independientes como Amalfi, Génova, Pisa o Venecia, jugaban un papel cada vez mayor en el comercio mediterráneo, especialmente en el dirigido a los puertos de Oriente Próximo.

En la península ibérica, con la caída del califato de Córdoba y su separación en varios emiratos independientes —los taifas—, los reinos cristianos pudieron progresar hacia el sur. Así es como, en 1085, el rey Alfonso VI de Castilla tomó Toledo.

Sin embargo, poco antes de la primera cruzada, la llagada desde Magreb de las tropas almorávides frena por un tiempo el avance de los cristianos.

A pesar de los conflictos que existían para controlar los territorios, las islas o los estrechos, el Mediterráneo siguió siendo un lugar de intercambio: en esta zona circulaban constantemente mercaderes, soldados, peregrinos e intelectuales. Con ellos, mercancías, textos e ideas pasaban de una a otra sociedad, favoreciendo así transferencias culturales enriquecedoras.